Historia de amor y muerte
Ahora que lo recuerdo, cuando era pequeña no
tenía miedo a nada excepto a los monstruos. Siempre creí en esas bolas de pelo
de colores que miden más de tres metros y rugen hasta que saltas de la cama y
lloras buscando consuelo.
Papá y mamá siempre me decían que no existían,
que no tenía porqué tener miedo, yo les pedía que me leyeran un cuento y
dejaran la luz encendida hasta que me dormía.
Lloraba hasta que revisaban todos los
rincones de mi habitación y se aseguraban que no había nada que temer, entonces
poco a poco iba cerrando los ojos hasta dormirme.
Muchos años
pasaron hasta que dejé de tener miedo a la oscuridad pero cuando crecí, descubrí
que existían aunque siempre estuve equivocada, porque no vivían debajo de mi
cama, ni dentro de tu armario, ni tampoco trabajaban dando sustos como en
aquella película de dibujos que siempre me gustó. Eran casi como nosotros, solo
que pasaban desapercibidos en este mundo en el que vive el ser humano.
No sé cómo le conocí, pero no tuve miedo de
aquel ser violeta y blandito como una bola gigante de algodón que estaba a mi
lado en el metro.
Cuando me senté junto a él me dijo Hola.
Y a pesar de mis expectativas, su voz
tampoco era tan diferente a la de cualquier persona que puedes conocer.
Yo siempre creí que rugían y que su voz
debía ser atronadora y dar miedo, sin embargo me pareció que era bastante
afable.
Yo le saludé y le dije mi nombre.
Recuerdo que él se llamaba Twister y que
manteníamos conversaciones largas siempre que coincidíamos.
He de reconocer que no éramos seres muy
sociables, pero entre nosotros nos entendíamos bastante bien.
El rechazo le hacía daño, la gente normal no
suele entender a nadie que esté por fuera de su nivel social y mucho menos iba
a hacerlo con un monstruo, pero él era más fuerte.
Eso era lo que más me gustaba de Twister, su
fortaleza, física y mental.
Parecía no doblegarse ante nada ni nadie y
siempre tiraba hacia delante.
Es lo que tienen los monstruos, grandes
amistades, aquellas que han sabido ver más allá de las meras apariencias.
Una de esas grandes amistades era Ícaro,
quien más adelante sería el “monstruo de
mi monstruo”. Al menos así lo bauticé yo.
Ícaro era como una copia de Twister, pero de
color verde y apariencia angelical.
Parecía no haber roto un plato en su vida y
me pareció simpático cuando lo conocí.
Juntos compartieron muchos de los momentos
más bonitos que habían vivido nunca y empecé a tener todavía más claro que los
monstruos no eran malos y que no había nada de lo que preocuparse.
Twister creyó que Ícaro mataría miedos por
él, que le protegería del mal hasta el final de los días y que juntos serían
felices.
Pero toda historia tiene su pero y en esta, por ser una de monstruos,
no iba a ser diferente.
Pero,
curiosa palabra, finalmente Ícaro
acabó siendo uno de esos monstruos a los que yo siempre tuve miedo.
Uno de esos que viven dentro de tu armario,
bajo de mi cama y trabajan dando sustos hasta el amanecer.
Se aprovechó de él, llegó hasta su corazón y
una vez allí realizó el mejor trabajo de su vida, dándole un susto que le
dejaría marcado durante mucho, mucho tiempo.
El final de su historia fue, nunca mejor
dicho, monstruoso y el mismo amor que le tenía se convirtió en odio, y luego en
dolor y más tarde en decepción.
Todos los miedos que Ícaro debía matar por
él, aparecieron en su cabeza, para quedarse durante un largo tiempo.
Nada de cuentos de hadas, ni finales felices
donde los monstruos, que son vegetarianos, no comen perdices.
Cuando la historia de amor y muerte de
Twister e Ícaro fracasó pude descubrir lo mejor de los monstruos.
Bajo esa gran bola de algodón que cubría su
cuerpo, Twister tenía un corazón como el de cualquier ser humano y latía.
Más fuerte si se enamoraba.
Bajo esa apariencia y detrás de esa voz
escondía los sentimientos más bonitos que alguien pueda describir jamás.
Cuando escuchaba las historias que me
contaba sobre Ícaro podía notar como, en ocasiones su voz se rompía, e incluso
alguna vez alguna lágrima se posaba en sus pestañas de monstruo.
Twister sentía, diría que más que algún
humano desalmado de los que corretean libres por aquí arriba haciendo y
deshaciendo a sus anchas historias de amor.
Esta
historia me hizo reflexionar sobre las cosas que siempre me habían dado miedo:
Primero
fueron los monstruos, hasta que conocí a Twister y me enseño que estaba
equivocada acerca de ellos.
Luego
aprendí que los humanos podían llegar a ser peor que cualquier monstruo de mi
imaginación de niña pequeña.
Y finalmente
Ícaro, que es el ejemplo de que en este mundo tiene que haber de todo.
Siempre hay personas buenas, que parecen
malas y personas malas que parecen corderitos del Señor.
Comprendí
que yo siempre había tenido razón, aunque no razones para tener miedo.
Los
monstruos han existido desde siempre, aunque no vivan debajo de mi cama ni tampoco
dentro de tu armario; Tampoco iban por la vida dando sustos a diestro y
siniestro (al menos no todos).
Los
verdaderos monstruos de esta historia son los seres humanos, normales y
corrientes, con defectos, con errores, incapaces de ver que nadie es perfecto,
incapaces de aceptar a nadie diferente a ellos.
Porque aunque
los monstruos no se parezcan físicamente a nosotros a mí no me importó que
Twister no fuera perfecto, porque yo tampoco lo era, porque tú tampoco lo eres.
El mundo en
el que vivíamos nos rechazaba constantemente, pero si a nosotros no nos
importaba, ¿Qué más daba?
La verdad de
esta historia es que nadie jamás se dio cuenta de que yo era un monstruo.
Uno que
debía disfrazarse de humano si quería tener alguien con quien charlar de vez en
cuando.
Realmente,
uno de mis mayores errores.