martes, 18 de octubre de 2011

¿Cómo es la nieve?

No le gustaba pasarse las horas pensando en que dejaba atrás a medida que el tiempo iba pasando. Prefería centrarse en lo que sí conservaba, en lo que se quedaba. Pero esa vez era diferente, no dejaba nada atrás, pero tampoco se quedaba nada con ella, esta vez, la dejaban a ella, esta vez, su abuelo la dejaba, para siempre y eso provocaba que la tristeza. volviese a adueñarse de toda su vida.
Su muerte la había dejado completamente sola en un mundo que no siempre, la había tratado bien, y ahora él ya no estaría ahí para levantarla cuando cayera o ponerle una tirita a su estropeado corazón, ni para darle un consejo, uno de esos que sólo él sabía darle.
Solía recordar su infancia, le gustaba mucho, suponía que sería igual que la del resto de personas, pero ella sentía que, gracias a su abuelo. la suya había sido más especial. Él la llevaba al parque todos los días, y le compraba esas gigantescas bolsas de golosinas que sus padres le prohibían comer; los cortos y fríos días de invierno, junto la chimenea le preparaba un chocolate caliente y la abrazaba para que no tuviera frío y si era verano, la llevaba a la playa, todos los días, pues verla sonreír, a ella y a sus otros nietos, era el mejor regalo que podía pedir, era lo único que él necesitaba; Era ese abuelo que, incondicionalmente, está siempre y aparece aun que no lo llames, por que sabe que lo necesitas; Le hacía reír o le reñía si se portaba mal; Jugaba con ella, la levantaba en brazos o la abrazaba si lloraba.
Cuando Ana era pequeña, creía que su abuelo era un mago, pues cuando se hacia una herida, él, conseguía que dejara de sangrar, con ponerle una simple tirita... <Misterios de mayores> pensaba; Su abuelo, era, para ella, la mejor persona que jamás conoció, ni conocerá... pero, ella creció, conoció el rencor y el orgullo y nunca se lo llegó a decir, y ahora, su abuelo, nunca sabría lo que pensaba, lo que sentía, lo que le quería.
Pero eso no le dolía tanto como el saber que los últimos meses de vida no estuvo con él, como el saber que no pudo despedirse de la persona que más quería, y que más la quería, que no se despidió de la persona más importante de su vida.
El día que murió, llevaba más de un año sin saber nada de él, y aun sabiendo que estaba enfermo, no fue a verlo. 
En su mente retumbaba ese -Mañana iré, hoy ya es tarde- que nunca llegó. Y ese sentimiento de culpa, de desesperación, de arrepentimiento, arrepentimiento de no haber ido a darle un beso para, así, poder ver una sonrisa, dibujarse en su rostro, y sentir como todo él, se llenaba de felicidad, ver el brillo de sus ojos, otra vez; Para notar como la cogía de la mano, de nuevo, tan fuerte, que le hacía daño, pero no le importaba, era él, y ese dolor, no dolía, sólo para que no se fuera; Para volver a sentir sus abrazos, los que él le daba y sabían a verdad; Para volver a escuchar su voz, esa que en su memoria no duraría eternamente, esa que iría desapareciendo y apagándose, un poco, cada día, junto con el recuerdo de sus sonrisas, sus miradas, sus abrazos, sus palabras... 


Nada le hubiese gustado más a Ana que estar ahí, junto con los demás, para verle sonreír por última vez, pues con todos ellos, él, hubiese sido feliz, pero al no ir le había negado esa última sonrisa, que no hizo antes de marcharse; Le había negado ese último ¡ Adiós! y esas últimas palabras que ambos tenían que decirse. 
Por ello, ahora, estaría toda la vida pensando e intentando explicarse del porqué de su, egoísta, actuación; Repitiéndose todo lo que tenía para decirle y nunca se atrevió a mostrar; 
Preguntándose que hubiese hecho si su orgullo no hubiese ganado la batalla, y se hubiera atrevido a ir a verlo, y quedarse con él, los últimos momentos; 
Estaría toda la vida arrepintiéndose de no haberle dicho lo especial que era para ella, lo mucho que lo quería y, sobretodo, la falta que le había hecho durante ese tiempo, y la que le haría a partir de ahora; Arrepintiéndose de que el orgullo siempre gane a los sentimientos; Arrepintiéndose de no haberle pedido perdón por todo el daño que le había hecho a lo largo de toda su vida; Arrepintiéndose de ese último beso, que, nunca podría darle; de no haber cogido sus manos, grandes y reconfortantes, por última vez; De no haber tenido la oportunidad de conseguir ese abrazo y ese te quiero de la persona que más quería, en el momento clave, pues de haberlos tenido, jamás lo olvidaría, inmediatamente quedaría grabado en ese lugar de la memoria, donde guardamos todo lo que no queremos olvidar, nunca. Hubiese quedado ahí, con todos los otros recuerdos de su infancia, junto con los parques, las playas, las golosinas...


Después de eso, se encerró aún más en ella misma, no derramó ni una sola lágrima durante mucho tiempo, y tuvo que acostumbrarse a vivir con los continuos reproches de otras personas, que al igual que ella, no superaban su pérdida, y le hacían cargar con el peso de la culpa. Todo esto y el no haber tenido esos últimos minutos para despedirse de él, acabó con ella, no conseguía levantar cabeza, y su mundo perdió el pilar fundamental, a ella misma. Su vida se volvió del revés completamente. 
Odiaba todo lo que la rodeaba, todo lo que le recordaba que estaba sola y él nunca volvería; Odiaba no ser capaz de superarlo; odiaba no poder llorar, pero sobretodo odiaba que por eso, los demás pensasen que todo esto no le importaba nada, cuando realmente, estaba destrozada.
Por las noches, sacaba la foto de su abuelo, le daba un beso, la colocaba debajo de la almohada y se dormía; Soñaba con parques, con playas, con chocolate y chimeneas, pero ni rastro de su imagen, ni rastro de su abuelo.


Varios años habían pasado, pero seguía sin aceptar su muerte, sin derramar una sola lágrima  por eso; Y lo necesitaba, pero no era capaz, había algo que no la dejaba y eso, la hacía sentirse peor todavía.
Una mañana de invierno, fría, casi helada, se despertó, desayunó chocolate delante de la chimenea, se vistió y fue al cementerio, completamente desierto, se sentó frente a la tumba de su abuelo, dijo <Hola yayo>, y empezó a llorar. 
Por fin. 
Lloró, soltó todo lo que llevaba dentro, intentaba pedirle perdón por todo el tiempo, por el daño, por todo en general, pero le resultaba muy difícil hablar mientras lloraba  y no parecía que fuese a dejar de hacerlo.
Empezó a nevar, y recordó las palabras exactas de su abuelo: -Me encanta la nieve, Ana, es tan blanca, tan pura. Es como un alma sin pecados, como un alma sin remordimientos, sin culpas, sin ningún tipo de carga. Es como un alma libre.
Entendió, entonces, lo que eso quería decir, su abuelo la había perdonado.

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